A buenas horas…

El día en que despidieron a Seamus Greensleeve por lucir una cresta verde en la coronilla, la BFWAU, el impronunciable sindicato irlandés de trabajadores de la alimentación, se puso las pilas inmediatamente. Enviaron una delegación a las oficinas centrales de los supermercados Supergwyn: unos diez tipos armados con pancartas y altavoces que dieron la lata en el porche durante tres días consecutivos. Los encabezaba Brian O’Connell, veterano cajero-reponedor y compañero de fatigas de Seamus en el establecimiento de Lennox Street. El primer día la recepcionista les prometió una audiencia que nunca llegó. El segundo, la secretaria de Recursos Humanos les aseguró que Seamus había sido reiteradamente advertido de que:

1.- Su peinado no era reglamentario ni hacía honor al decoro y pulcritud que todo empleado de Supergwyn debe observar.

2.- Varias ancianas señoras habían sufrido colapsos nerviosos tras identificar a Seamus como Satán, llegando una de ellas a solicitar los servicios del párroco O’Maley y su moderno equipo de exorcismo. Todo lo cual hacía peligrar el buen nombre de la cadena Supergwyn y enturbiaba sus excelentes relaciones con la Iglesia.

3.- La textura y color de la cresta, unidas a la extrema delgadez de Greensleeve, le permitían camuflarse entre las escobas, dificultando al encargado el control de las actividades del susodicho durante la jornada laboral.

Los sindicalistas replicaron que Seamus era un empleado puntual y diligente, que su uniforme siempre estaba impoluto y que el color de su pelo no le impedía pesar las verduras con extraordinaria eficiencia.

El tercer día el Director General, que era de madre inglesa y admiraba en secreto a Margaret Thatcher, organizó un simulacro de incendio y ordenó dirigir los extintores contra los manifestantes. Pretendía que pareciera casual, pero al ver cómo se dispersaban no pudo contenerse. Se asomó a la ventana de su despacho y gritó:

– ¡¡¡Yo dicto las normas!!! ¿Entendido? ¡Y si a alguien no le gustan, que no venga a trabajar aquí!

O’Connell respondió proponiendo una huelga de hambre que sólo él secundó.

Entretanto Greensleeve no perdía el tiempo. Hizo lo que habría hecho cualquiera: ahogar sus penas en alcohol. A cada parroquiano que visitaba el pub de su padre le contaba lo infeliz que se sentía y lo mal que le habían tratado. Pronto notó que cuanto más borrachos estaban, más le compadecían. Y tuvo la gran idea. Le contaría al mundo lo sucedido. Haría valer su derecho a llevar el pelo como le diera la gana.

Prometió una pinta gratis a cada tipo que entrara en el pub con una cresta verde. Los primeros lo hicieron por seguirle la broma, pero la cerveza es algo muy serio, y no tardó en correr la voz. El nombre de Seamus Greensleeve circuló de boca en boca por todo Dublín, las calles se llenaron de alcohólicos felices con penachos de color alcachofa. Las baladas que cantaban tenían nuevas letras inventadas para ensalzar a su héroe, el rebelde del supermercado.

El tinte verde se agotó en las barberías, la gente recurrió a las espinacas hervidas y a los marcadores fluorescentes.

Los periódicos no podían pasar por alto el fenómeno. Seamus se convirtió en el hombre del año. Lo invitaban a entrevistas, mítines, inauguraciones, conferencias, simposios. Miles de personas vieron en él una inspiración. Su primer libro se agotó en seis horas, vendió los derechos para una película, protagonizó anuncios. Ganó tanto dinero que, para huir del fisco, se vio obligado a invertir.

Lo primero que hizo como nuevo dueño de la cadena Supergwyn fue cambiar el uniforme y exigir que todos sus empleados lucieran una cresta verde en la coronilla. No le quedó más remedio que despedir a O’Connell, el viejo sindicalista, que era calvo como un melón, pero tuvo el detalle de darle explicaciones.

– Lo siento, chico, pero no encajas con la nueva imagen corporativa. Mis asesores de publicidad son muy estrictos con eso. No puedo descuidar mi identidad.

– Pero si no tengo pelo. Lo haría encantado si tuviera pelo.

– Lo sé, pero son las normas. Las tomas o las dejas. A fin de cuentas nadie te obliga a trabajar aquí.

Antes de cerrar la puerta del despacho, O’Connell se volvió a mirarle y suspiró.

– Y pensar que acampé día y noche frente a esta oficina para apoyar tu causa… y a mí ni siquiera me ofreciste una pinta.

– Para qué iba a ofrecértela, macho, si ya lo hacías gratis. Es de cajón.

Si es que parece tonto, pensó Greensleeve.

 

 

 

 

 

 

6 Respuestas to “A buenas horas…”


  1. 1 Lumen_Dei 2 julio, 2008 a las 10:54 am

    Pero el sindicalista se podía haber puesto un peluquín, también era cortico el hombre. Un sujeto así tiene que ser despedido por su incompetencia; ni solucionó el problema de su representado, ni el suyo propio.

    Sólo he podido escribir eso de arriba cuando he acabado de reírme tras leer la entrada. Con la ocurrencia de los extintores he llegado rozar el desgobierno esfinteriano.

  2. 2 Andrés 2 julio, 2008 a las 6:08 pm

    Ya sé que igual hay a quien le molesta, pero el relato me recuerda demasiado a la historia reciente de los judíos… y a Rebelión en la granja: «cuatro patas bien, dos patas mejor».

  3. 3 Uru 5 julio, 2008 a las 1:33 pm

    Es buenísimo. jajajjajaja Genial
    Perfecta la apostilla final.
    Me ha encantado.
    Ahora, otro tema… LO SIENTOO he publicado un comentario en tu post de las princesas de cristal.
    Yo no se como eliminar los comentarios del mío.
    Un enorme besazo de tu amiga mete-patas

  4. 4 Mameluco 6 julio, 2008 a las 3:49 am

    Muy bueno, señorita Chévere. Very good.
    Ya pasados los trances y superados las vergüenzas, ya vuelvo a pasarme por todos los sitios por donde solía…

    Así que he vuelto a un de mis blogs super prefer…

  5. 5 Ana Chévere 11 julio, 2008 a las 3:00 pm

    Gracias a todos, en realidad creo que el relato es malillo. Lo escribí en un momento de mala leche, que no siempre es buena consejera, como reacción a cierta web donde dicen promover la libertad de expresión y sin embargo… bueno, ya no tiene importancia. xD De todos modos, si os habéis reído ya ha valido la pena 😛

    Andrés, estoy de acuerdo en lo de la historia reciente de los judíos, y desde luego cualquier comparación que hagas entre Orwell y yo no me va a molestar. Qué más quisiera yo que ser como Orwell… si le quitamos el bigote y el balazo en el frente del Ebro, claro.

  6. 6 Marcos Blanco 13 diciembre, 2008 a las 7:57 pm

    Muy bueno el relato! Divertidísimo! Si todos l@s cajer@s del supermercado se dejasen crestas e hiciesen sonar algo de The Clash, la espera en las colas sería mucho más amena. Además, así la gente dejaría de tener esa cara de muermo agobiado y con prisas que llevan siempre


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